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El rasgo fundamental de mi doctrina, lo que la
coloca en contraposición con todas las que han existido, es la total
separación que establece entre la voluntad y la inteligencia, entidades
que han considerado los filósofos, todos mis predecesores, como
inseparables y hasta como condicionada la voluntad por el conocimiento,
que es para ellos el fondo de nuestro ser espiritual, y cual una mera
función, por lo tanto, la voluntad del conocimiento. Esta separación,
esta disociación del yo o del alma, tanto tiempo indivisible, en dos
elementos heterogéneos, es para la filosofía lo que el análisis del agua
ha sido para la química, si bien este análisis fue reconocido al cabo.
En mi doctrina, lo eterno e indestructible en el hombre, lo que forma en
él el principio de vida, no es el alma, sino que es, sirviéndonos de
una expresión química, el radical del alma, la voluntad. La llamada
alma, es ya compuesta; es la combinación de la voluntad con el nouz, el
intelecto. Este intelecto es lo secundario, el posterius del organismo,
por éste condicionado, como función que es del cerebro. La voluntad, por
el contrario, es lo primario, el prius del organismo, aquello por lo
que éste se condiciona. Puesto que la voluntad es aquella esencia en sí,
que se manifiesta primeramente en la representación (mera función
cerebral ésta), cual un cuerpo orgánico, resulta que tan sólo en la
representación se le da a cada uno el cuerpo como algo extenso,
articulado, orgánico, no fuera ni inmediatamente en la propia
conciencia. Así como las acciones del cuerpo no son más que los actos de
la voluntad que se pintan en la representación, así su substracto, la
figura de este cuerpo, es su imagen en conjunto; y de aquí que sea la
voluntad el agens en todas las funciones orgánicas del cuerpo, así como
en sus acciones extrínsecas. La verdadera fisiología, cuando se eleva,
muéstranos lo espiritual del hombre (el conocimiento), como producto de
lo físico de él, lo que ha demostrado cual ningún otro, Cabanis; pero la
verdadera metafísica nos enseña que eso mismo físico no es más que
producto o más bien manifestación de algo espiritual (la voluntad) y que
la materia misma está condicionada por la representación, en la cual
tan sólo existe. La percepción y el pensamiento se explicarán siempre, y
cada vez mejor, por el organismo; pero jamás será explicada así la
voluntad, sino que, a la inversa, es por ésta por lo que el pensamiento
se explica, como lo demuestro en seguida. Establezco, pues, primeramente
la voluntad, como cosa en sí, completamente originaria; en segundo
lugar su mera sensibilización u objetivación el cuerpo; y en tercer
término el conocimiento, como mera función de una parte del cuerpo. Esta
parte misma es el querer conocer (Erkennenwollen, la voluntad de
conocer) objetivado (hecho representación), en cuanto necesita la
voluntad para sus fines, del conocimiento. Mas esta función condiciona, a
su vez, el mundo todo, como representación y con éste al cuerpo mismo,
en cuanto objeto perceptible y hasta a la materia en general, como
existente no más que en la representación. Porque, en efecto, un mundo
objetivo sin un sujeto en cuya conciencia exista, es, bien considerado,
algo eternamente inconcebible. El conocimiento y la materia (sujeto y
objeto), no son, pues, más que relativos el uno respecto al otro,
formando el fenómeno. Así como queda la cuestión, como no había estado
hasta hoy, merced a mi alteración fundamental.
Cuando obra hacia afuera, cuando se dirige a un
objeto conocido, llevada por el conocimiento a él, reconocen entonces
todos a lo que es aquí activo como tal voluntad, recibiendo en tal caso
este nombre: Pero no es menos voluntad lo que obra activamente en los
procesos internos, que presupuestas cual condición aquellas acciones
exteriores, crean y conservan la vida orgánica y su substracto, siendo
labor suya también la circulación de la sangre, la secreción y la
digestión. Mas por lo mismo de que sólo se la reconozca como tal
voluntad allí, donde dejando al individuo de quien brota, se dirige al
mundo exterior, representándoselo cual percepción precisamente para
dirigirse a él, por esto es por lo que se ha considerado al intelecto
como la materia de que consta, pasando éste, por lo tanto, como lo
capital de lo que existe.
Lo que ante todo hace falta, es distinguir la
voluntad del albedrío (Wille y Willkühr), teniendo en cuenta que puede
existir aquélla sin éste, como lo presupone mi filosofía toda. Albedrío
se llama a la voluntad cuando la alumbra el intelecto, siendo, por lo
tanto, las causas que le mueven a motivos, es decir, representaciones,
lo cual, expresado objetivamente, quiere decir que la influencia del
exterior, que es lo que ocasiona el acto, se mediatiza por un cerebro.
Cabe definir el motivo diciendo que es un excitante exterior bajo cuyo
influjo nace al momento una imagen en el cerebro, imagen por cuya
mediación cumple la voluntad el efecto propio, que es una acción vital
extrínseca. En la especie humana puede ocupar el lugar de esa imagen un
concepto que se ha sacado de anteriores imágenes de esa clase, por
remoción de diferencias y que en consecuencia no es ya sensible sino
designado y fijado no más que con palabras. Por lo mismo que la eficacia
de los motivos en general no va ligada al contacto, pueden medir sus
fuerzas influencias, unos con otros sobre la voluntad, esto es, que cabe
que se produzca elección. Limítase ésta, en el animal, al estrecho
círculo de lo que tiene presente a los sentidos; en el hombre, por el
contrario, tiene por campo el amplio espacio de lo por él pensable, los
conceptos. Por esto es por lo que se designan cual arbitrarios los
movimientos que no se siguen, como los de los cuerpos inorgánicos, a
causas, en el sentido estricto de la palabra, ni aun a meros excitantes,
como en las plantas, sino a motivos. Estos, empero, presuponen
intelecto, como medio que es de los motivos, medio por el que se
verifica aquí la causación, no obstante su necesidad toda. Cabe designar
también fisiológicamente la diferencia entre excitante y motivo. El
excitante (Reiz) provoca la reacción inmediatamente, en cuanto ésta
surge de la parte misma sobre que aquél obra; el motivo, por el
contrario, es un excitante que tiene que dar un rodeo por el cerebro,
donde nace, bajo su influjo, una imagen que es la que en primer lugar
provoca la reacción subsiguiente, llamada volición. La diferencia entre
movimientos voluntarios e involuntarios, refiérese pues, no a lo
esencial y primario, que es en ambos casos la voluntad, sino meramente a
lo secundario, la provocación de la exteriorización de la voluntad, o
sea si se cumple dicha exteriorización por el hilo de las causas
propiamente tales, o de los excitantes, o de los motivos, es decir, de
las causas llevadas por el intelecto. En la conciencia humana, que se
diferencia de la de los animales en que contiene, no sólo puras
representaciones sensibles, sino además conceptos abstractos, que
independientes de diferencia de tiempo, obran a la vez y conjuntamente,
de donde puede surgir deliberación o conflicto de motivos; en la
conciencia humana, digo, entra el albedrío en el más estricto sentido de
la palabra, el que he llamado decisión electiva (Wahlentscheidung), y
que no consiste más que en que el motivo más poderoso para un carácter
individual dado venza a los demás determinando el acto, lo mismo que un
choque es dominado por un contrachoque más fuerte, siguiéndose la
consecuencia con la misma necesidad con que se sigue el movimiento de la
piedra chocada. Sobre esto hállanse acordes todos los grandes
pensadores de los tiempos todos, siendo tan cierto esto como que la gran
masa jamás verá ni comprenderá la verdad de que la obra de nuestra
libertad no hay que buscarla en las acciones aisladas sino en nuestra
esencia y existencia. Todo lo cual lo he dejado expuesto del modo más
claro posible en mi escrito acerca del libre albedrío.
El liberum arbitrium indiferentiœ es inaceptable
como nota diferencial de los movimientos brotados de la voluntad, pues
es una afirmación de la posibilidad de efectos sin causa.
Una vez que se ha logrado distinguir la voluntad
del albedrío, considerando a este último como una especie o manera de
manifestación de aquella, no habrá dificultad alguna en ver también a la
voluntad en los actos inconscientes. El que todos los movimientos de
nuestro cuerpo, hasta los meramente vegetativos y orgánicos, broten de
la voluntad, no quiere decir en manera alguna que sean arbitrarios, pues
esto equivaldría a decir que son motivos lo que los ocasionan. Pero los
motivos son representaciones, cuyo asiento es el cerebro, y sólo las
partes que reciben de éste nervios pueden ser por él movidas por
motivos, y sólo a este movimiento llamamos arbitrario. Los de la
economía interna del organismo, por el contrario, guíanse por
excitantes, como los de las plantas, sin más diferencia que la de que la
complicación del organismo animal, así como hizo necesario un sensorio
exterior para la comprensión del mundo externo y la reacción de la
voluntad sobre él, así también ha hecho necesario un cerebrum
abdominale, el sistema nervioso simpático, para dirigir la reacción de
la voluntad a los excitantes internos. Cabe compararlos, el primero al
ministerio de Estado, y al de Gobernación el segundo, quedando la
voluntad como el monarca, en todo presente.
Los progresos de la fisiología desde Haller han
puesto fuera de duda que se hallan bajo la dirección del sistema
nervioso no sólo las acciones extrínsecas acompañadas de conciencia
(funciones animales), sino también los procesos vitales enteramente
inconscientes (funciones vitales y naturales), estribando la diferencia
en el respecto de la conciencia, no más que en que las primeras se guían
por nervios que salen del cerebro, y las segundas por nervios que no
comunican directamente con aquel centro capital del sistema nervioso,
centro enderezado hacia fuera sobre todo, sino que se comunican con
pequeños centros subordinados, los nodos de nervios, ganglios y sus
tejidos, que están cual gobernadores de las diferentes provincias del
sistema nervioso, dirigiendo los procesos internos por internas
excitantes, así como el cerebro dirige las acciones externas guiándose
de motivos externos; ganglios que reciben impresiones del interior y
reaccionan a medida de ellas, así como el cerebro recibe
representaciones y conforme a ellas se decide, limitándose, por lo
demás, cada uno de aquéllos a un estrecho círculo de acción. En esto
descansa la vita propria de cada sistema, respecto a la cual decía ya
Van Helmont que cada órgano tiene su yo propio. De aquí se explica
también la vida persistente, en las partes seccionadas, en insectos,
reptiles y otros animales inferiores, cuyo cerebro no predomina sobre
los ganglios de cada parte, e igualmente se explica el que diversos
reptiles vivan semanas y hasta meses después de habérseles quitado el
cerebro. Sabemos también por la más segura e experiencia que en las
acciones guiadas por el centro capital del sistema nervioso y
acompañadas de conciencia, el agente propiamente dicho es la voluntad,
conocida por nosotros en la más inmediata conciencia y muy de otro modo
que el mundo exterior; y no podemos, por lo tanto, menos que admitir que
son igualmente manifestaciones de la voluntad las acciones que brotando
lo mismo de aquel sistema nervioso, están bajo la dirección de sus
centros subordinados, acciones que mantienen en duradera marcha el
proceso vital, si bien nos es completamente desconocida la causa de que
no vayan acompañadas, como las otras, de conciencia; y sabemos que la
conciencia tiene su asiento en el cerebro, confinándose, en
consecuencia, a aquellas partes cuyos nervios van al cerebro y cesando
en ellas si dichos nervios son cortados. Así es como se explica por
completo la diferencia entre lo consciente y lo inconsciente, y con ello
lo que media entre lo voluntario y lo involuntario en los movimientos
del cuerpo, sin que quede razón alguna para suponer los diversos
orígenes del movimiento, puesto que principia praeter necessitatem non
sunt multiplicanda. Es todo esto tan luminoso, que mirando la cosa libre
de prejuicios, desde este punto de vista aparece casi cual un absurdo
el querer hacer del cuerpo el criado de dos señores, en cuanto se haga
derivar sus acciones de dos fuentes fundamentalmente diversas,
atribuyendo a la voluntad los movimientos de los brazos y piernas, de
los ojos, de los labios, de la garganta, lengua y pulmones, de los
músculos, de la cara y del vientre, y por el contrario los del corazón,
las arterias, los peristálticos de los intestinos, los de succión de las
vellosidades intestinales y de las glándulas y todos los que sirven a
las secreciones se hagan derivar de un muy otro principio, desconocido
para nosotros y siempre oculto, al que se le designa con nombres tales
como vitalidad, arqueo spiritus animalis, fuerza vital, impulso
formador..., nombres que dicen tanto como X. En las secreciones, muy en
especial, no cabe desconocer una cierta elección de lo que a cada una
conviene, y, en consecuencia, albedrío del órgano que lo cumple,
elección que ha de apoyarse en una cierta oscura sensación, mediante la
cual cada órgano segregador saca de la misma sangre la secreción que le
cuadra y no otra. Así sucede que de la sangre circulante el hígado no
chupa más que bilis, dejando lo demás de aquélla; las glándulas
salivales y el páncreas sólo saliva; los riñones, sólo orina; los
testículos, esperma tan sólo, etc. Puédese, pues, comparar a los órganos
secretores con diferentes ganados que pastan en la misma pradera sin
coger uno de ellos más que la hierba acomodada a su apetito.
Notable e instructivo es el ver cómo el ilustre
Treviranus, en su obra Los fenómenos y leyes de la vida orgánica, se
esfuerza por determinar en los animales más bajos, infusorios y
zoófitos, cuáles de sus movimientos sean voluntarios y cuáles
automáticos o físicos, como él los llama, es decir, meramente vitales,
partiendo para ello del supuesto de que tiene que habérselas con dos
fuentes de movimientos originariamente diferentes una de otra, cuando la
verdad es que tanto unos movimientos como otros salen de la voluntad,
consistiendo la diferencia toda que entre ellos media en si han sido
ocasionados por excitante o por motivo, es decir, si han mediatizado o
no por un cerebro, pudiendo el excitante ser, a su vez, externo o
interno. En muchos animales más elevados en la escala zoológica,
crustáceos y hasta peces, se encuentra Treviranus con que concurren los
movimientos voluntarios y los vitales, v. gr., en la locomoción con la
respiración, clara prueba de la identidad de su esencia y origen. Dice
en la pág. 188: En la pág. 288, dice: Aquí se ve cómo se confunden los
límites de los movimientos que brotan de la voluntad con los de aquellos
otros, al parecer extraños a ella. En la pág. 293:
Hay aún algunos ejemplos de que brotan igualmente
de la voluntad los movimientos por excitante (los involuntarios) y los
debidos a motivos (voluntarios), entrando aquí los casos en que un mismo
movimiento se debe, ya a excitante, ya a motivo, como, v gr., la
contracción de la pupila. Suele verificarse ésta por excitante que es el
aumento de luz, y por motivo, siempre que nos esforzamos por examinar
un objeto, bien pequeño o lejano, porque la contracción de la pupila
efectúa visión clara más de cerca, pudiendo darle mayor claridad aún si
miramos por un agujero hecho con una aguja, y dilatamos, por la inversa,
la pupila cuando queremos ver en lontananza. Y no han de brotar de
fuentes fundamentalmente diversas, por alternativa, movimientos iguales
del mismo órgano. E. H. Weber en su programa, additamenta ad E. H.
Weberi tractatum de motu iridis, Lipsiœ, 1823, nos cuenta que ha
descubierto en sí mismo la facultad de dilatar y contraer a voluntad la
pupila de un ojo, dirigida a un solo y mismo objeto, mientras queda
cerrado el otro ojo, lo cual hace que se le muestre el objeto ya claro,
ya indistinto. También Juan Müller trata de probar en su Manual de
Fisiología que la voluntad obra sobre la pupila.
La idea de que las funciones vitales y vegetativas
llevadas a cabo sin conciencia tienen por su más intimo motor a la
voluntad, es una idea que se confirma además por la consideración de que
aun el movimiento, reconocido como voluntario, de un miembro, no es más
que el último resultado de una multitud de alteraciones precedentes en
el interior de ese miembro, alteraciones que no llegan a la conciencia
más que aquellas otras funciones orgánicas, siendo manifiesto, no
obstante, que son aquello sobre que actúa desde luego la voluntad,
siendo el movimiento del miembro no más que una consecuencia. Mas como
quiera que permanece tan extraña a ello nuestra conciencia, procuran los
fisiólogos hallar mediante hipótesis la manera cómo se contraen las
fibras musculares por una alteración en el tejido celular del músculo,
en que mediante una sedimentación de la sangre resulta suero,
cumpliéndose todo ello por mediación del nervio, movido por la voluntad.
Y así es como aquí tampoco llega a conciencia la modificación que parte
de la voluntad, sino tan sólo su remoto resultado, y aun esto
propiamente no más que por la intuición de espacio del cerebro,
intuición con que se representa al cuerpo todo. Pero lo que jamás han
llegado a ver los fisiólogos en el camino de sus investigaciones e
hipótesis experimentales, es que sea la voluntad el último miembro de
esta serie causal, ascendente, verdad que han conocido muy de otra
manera. Háseles sugerido la clave del enigma desde fuera de la
investigación empírica, gracias a la feliz circunstancia de que es aquí
el investigador mismo lo que hay que investigar, el investigador que
experimenta el secreto del proceso interno, pues en otro caso tendría
que detenerse su explicación como las de los demás fenómenos, ante una
fuerza inescrutable. Y si guardáramos respecto a todo fenómeno natural
la misma relación interna que con nuestro organismo guardamos, acabaría
la explicación de cada fenómeno natural y de las propiedades todas de
cada cuerpo por reverter a una voluntad que se manifiesta en ellos. No
estriba la diferencia en la cosa misma, sino tan sólo en nuestra
relación para con ella. Por dondequiera que llega a su fin la
explicación de lo físico choca con algo metafísico, y dondequiera que
esté esto metafísico al alcance de un conocimiento inmediato, nos dará,
como aquí, a la voluntad. El que la voluntad anime y domine a las partes
del organismo no movidas voluntariamente por el cerebro, es decir, por
motivos, verdad es que nos lo prueba su comunidad de afecciones con
todos los movimientos extraordinariamente vivos de la voluntad, esto es,
con los afectos y pasiones; las rápidas palpitaciones cardíacas en el
placer o el temor, el rubor en la vergüenza, la palidez en el terror y
en el rencor disimulado, el llanto en la tribulación, la erección en las
imágenes voluptuosas, la dificultad de respirar y la precipitación de
la actividad intestinal en la angustia; la salivación en la boca al
excitarse la golosinería, las náuseas a la vista de cosas asquerosas, el
avivarse la circulación sanguínea y el alterarse la calidad de la bilis
en la cólera, y de la saliva por una rabia súbita, en grado tal esto
último, que un perro irritado al colmo puede comunicar la hidrofobia con
su mordedura, sin estar atacado de rabia canina, lo cual se afirma
también de los gatos y hasta de los gallos irritados. Ocurre, además,
que puede una pena dañar en lo más profundo al organismo, obrando el
terror mortalmente, y lo mismo puede dañarlo un placer súbito. Por el
contrario, todas las modificaciones y los procesos internos todos que no
se refieran más que al conocer dejando fuera de juego a la voluntad,
quedan sin influjo sobre la maquinaria del organismo, por grandes e
importantes que sean, hasta tanto que una actividad demasiado forzada e
intensa del intelecto fatigue al cerebro y agote y arruine al organismo,
lo cual confirma, en todo caso, que el conocer es de naturaleza
secundaria y no más que la función orgánica de una parte, un producto de
la vida, sin que forme el núcleo interno de nuestro ser, la cosa en sí,
sin que sea metafísico, incorpóreo, eterno, como la voluntad. Esta no
se cansa, no se altera, no aprende, no se perfecciona por el ejercicio,
es en la niñez lo que en la ancianidad, siempre una y la misma e
invariable su carácter en cada uno. Es así como lo esencial también lo
constante, existiendo, por lo tanto, lo mismo en los animales que en
nosotros, pues no depende como el intelecto, de la perfección de la
organización, sino que es, en esencia, la misma en todos los animales,
lo conocido íntimamente por nosotros. Por esto es por lo que tiene el
animal los afectos todos del hombre: placer, tristeza, temor, cólera,
amor, odio, celos, envidia, etc., dependiendo la diferencia que entre
los animales y el hombre media no más que en el grado de perfección del
intelecto, y como esto nos llevaría muy lejos; remito al lector al cap.
19 del segundo tomo de El mundo como voluntad y representación.
Teniendo en cuenta las expuestas y luminosas
razones en apoyo de que el agente original en la maquinaria interna del
organismo es precisamente la misma voluntad que guía los actos externos
del cuerpo, dándose a conocer en éstos como tal, no más que por
necesitar en ellos de la mediación del conocimiento, dirigido hacia
fuera, y con conciencia en semejante proceso, teniendo en cuenta tales
razones, digo, no ha de sorprendernos el que haya, además de Brandis,
otros fisiólogos que hayan reconocido más o menos claramente en el curso
de sus investigaciones meramente empíricas dicha verdad. Meckel, en su
Archivo de fisiología (tomo V, pág. 195198), llega de un modo totalmente
empírico y por completo libre de prejuicios al resultado de que la vida
vegetativa, la formación del embrión, la asimilación del alimento, la
vida de las plantas, cabría considerar muy bien cual manifestaciones de
la voluntad y que hasta la acción del imán nos presenta apariencias de
tal. , etc. El tomo es de 1819, cuando acababa de aparecer mi obra, y
siendo por lo menos incierto que hubiese ejercido influencia sobre él,
ni siquiera que la hubiese leído, por lo cual cuento esta manifestación
entre las confirmaciones de mi doctrina empírica y sin prevención.
También Burdach, en su gran Fisiología, tomo 1, pág. 259, llega del todo
empíricamente al resultado de que , demostrándolo en seguida, primero
en los animales, luego en las plantas, y en los cuerpos inanimados por
último. ¿Qué es, empero, el amor propio, que no sea voluntad de
conservar el ser propio, voluntad de vivir? Cuando trate de la anatomía
comparada, citaré otro pasaje del mismo libro que confirma aún más
decisivamente mi doctrina. En la tesis sostenida por el doctor von
Sigriz en su promoción en Munich, en agosto de 1835 (tesis que se
titula: 1. Sanguis est determinans formam organismi se envolventis. 2.
Evolutio organica determinatur vitae internae actione et voluntate), veo
con placer que empieza a extenderse en el más amplio círculo de los
médicos hallando acogida entre sus representantes más jóvenes la
doctrina de la voluntad como principio de la vida.
Tengo que citar, finalmente, una muy notable e
inesperada confirmación de esta parte de mi doctrina, confirmación que
nos ha sido comunicada por Colebrooke, tomándola de la antigua filosofía
indostánica. En la exposición de las escuelas filosóficas de los indos,
tal como nos las da en el tomo primero de las Transactions of the
Asiatic Society of Great Britain, 1824, dice en la pág. 110 exponiendo
la doctrina de la escuela Niaya, lo siguiente: vital invisible.» Es
evidente que esto de las hay que entenderlo aquí no en el sentido
fisiológico, sino en el popular de la palabra, siendo indiscutible, por
lo tanto, que se hace derivar aquí la vida orgánica de la voluntad. Una
indicación semejante de Colebrooke se encuentra en sus noticias sobre
los Vedas (Asiatic researches, vol. 8, pág. 426), donde dice:
El haber yo reducido la fuerza vital a la voluntad
no se opone, por lo demás, a la antigua división de sus funciones en
reproductividad, irritabilidad y sensibilidad. Sigue siendo profunda
esta distinción y dando ocasión a interesantes consideraciones.
La potencia reproductiva, objetivada en el tejido
celular, es el carácter capital de las plantas y lo vegetal del hombre.
Cuando predomina en éste, suponémosle flema, lentitud, pereza, torpeza
de sentidos (beocios), si bien no siempre se confirma tal suposición. La
irritabilidad, objetivada en las fibras musculares, es el carácter
capital del animal y lo animal del hombre. Si en éste predomina, suele
verse en él constancia, fortaleza y bravura, aptitud para los esfuerzos
corporales y para la guerra (espartanos). Casi todos los animales de
sangre caliente y hasta los insectos sobrepujan con mucho la
irritabilidad del hombre. En la irritabilidad es en lo que con más
viveza tiene el animal conciencia de su existir, y por esto es por lo
que se exalta en las manifestaciones de ella. En el hombre vemos un
rastro de esta exaltación en la danza. La sensibilidad, objetivada en
los nervios, es el carácter capital del hombre y lo propiamente humano
de él. Ningún animal puede compararse en esto, ni aun remotamente, con
el hombre. Cuando predomina mucho da el genio (atenienses), y por esto
es por lo que el hombre de genio es hombre en sumo grado. Y así es como
se explica el que haya habido algunos genios que se han negado a
reconocer a los demás hombres como tales hombres, por lo monótono de sus
fisonomías y el común sello de vulgaridad, pues no viendo en ellos a
sus iguales, caían en el natural error de creer la suya la constitución
normal. En este sentido buscaba Diógenes con su linterna un hombre; el
genial Koheleth dice: ; y Gracián, en el Criticón, la más grande y más
hermosa alegoría que tal vez se haya escrito, dice: (1).
En la misma razón estriba de hecho la propensión, propia de los genios
todos, a la soledad, a lo que tanto les empuja, lo que de los demás se
diferencian como les capacita para ello su riqueza interior. En los
hombres, como en los diamantes, sólo los extraordinariamente grandes
sirven para solitarios; los ordinarios tienen que estar juntos y obrar
sobre la masa.
A las tres potencias fisiológicas fundamentales
corresponden los tres gunas o propiedades fundamentales de los indos.
Tamas-Guna, torpeza, tontería, corresponde a la potencia reproductiva
-RajasGuna, apasionamiento, a la irritabilidad-; y Sattva-Guna,
sabiduría y virtud, a la sensibilidad. Y si se añade que tamasguna es la
suerte de los animales, rajasguna la de los hombres y sattvaguna la de
los dioses, queda expresado de manera más mitológica que fisiológica.
El asunto tratado en este capítulo, se trata igualmente en el cap.
20 del tomo II de El mundo como voluntad y como representación, capítulo
titulado: . Recomiéndolo como ampliación de lo aquí dicho. En los
Parerga corresponde al par. 94 del tomo II.
2. Anatomía comparada
Deduciéndolo de mi proposición de que la cosa en sí
de Kant, o sea el último substracto de todo fenómeno, sea la voluntad,
había derivado no tan sólo el que sea la voluntad el agente en todas las
funciones internas e inconscientes del organismo, sino también el que
ese mismo cuerpo orgánico no es otra cosa que la voluntad dentro de la
representación, la voluntad misma intuida en la forma intelectual de
espacio. Por esto decía que así como toda volición momentánea aislada se
muestra inmediata e infaliblemente en la intuición externa del cuerpo
como una acción del mismo, así también el querer todo de cada animal, el
complejo de sus tendencias todas, tiene que tener su fiel trasunto en
el cuerpo mismo todo, en la constitución de su organismo, teniendo que
existir la mayor concordancia posible entre los fines de la voluntad en
general y los medios de que para la consecución de ellos le provee su
organización. O, dicho en cuatro palabras, que el carácter total de su
querer tiene que estar con respecto a la figura y constitución de su
cuerpo en las mismas relaciones en que está cada volición con el acto
vital conducente a ella. También esto lo han reconocido como un hecho en
tiempos modernos, anatómicos y fisiológicos pensadores, por su propia
cuenta e independientemente de mi doctrina, confirmándola, por lo tanto,
a posteriori. Sus expresiones rinden aquí el testimonio de la
Naturaleza en pro de la verdad de mi doctrina.
En los notables grabados , de Pander y D'Ahton,
1822, se dice en la pág. 7. lo siguiente: Lo que el autor expresa aquí,
con este último giro, es que él, como todo naturalista, ha llegado al
punto en que tiene que detenerse, por chocar con lo metafísico, que se
encuentra allí con lo último conocible, más allá de lo cual escapa la
Naturaleza a sus investigaciones, y allí es donde están las
inclinaciones y apetitos, es decir, la voluntad. ; tal sería la breve
expresión de su último resultado.
No menos expresivo es el testimonio que ha aportado
a mi verdad el docto y profundo Burdach en su gran Fisiología, donde
trata de las últimas razones del génesis del embrión. No puedo callar,
por desgracia, que un autor tan excelente como éste, es aquí
precisamente donde en mala hora y seducido Dios sabe cómo y por qué,
emplea algunas frases de aquella pseudofilosofía completamente sin valor
y robustamente impuesta, frases acerca del que dice ser lo originario,
siendo precisamente lo último y lo más condicionado, del que no es,
según él, , y por lo tanto, un hierro de madera. Pero en el mismo pasaje
y al reaccionador influjo de lo mejor de sí propio, expresa la pura
verdad en la pág. 710, diciendo: . Estas expresiones de Burdach, tan
acomodadas a mi doctrina, recuerdan el pasaje aquel del antiguo
Mahabharata, que es difícil no tomar, desde este punto de vista, por la
expresión mística de la verdad misma. Está en el canto tercero del
episodio de Sunda y Upasunda, en los publicados por Bopp en 1824. Brahma
ha creado a Tilsttama, la más hermosa de todas las mujeres, y la rodea
de la asamblea de los dioses; Siva tiene tales deseos de contemplarla
que, como ella, recorre sucesivamente el círculo, y nácenle cuatro
rostros, a medida del punto de vista, es decir, según las cuatro
regiones del mundo. Tal vez se refieren a esto las representaciones de
Siva con cinco cabezas, como Panch, Mukhti, Siva. De igual manera y con
ocasión análoga nácenle a Indra los innumerables ojos de que tiene lleno
el cuerpo. El Matsya Purana hace nacer a Brahma los cuatro rostros del
mismo modo, es, a saber, porque habiéndose enamorado de Satarupa, su
hija, la miró fijamente; pero ella viendo de reojo esa mirada, la
esquivó, y él, avergonzado, no quiso seguir sus movimientos, a pesar de
lo cual, formósele un rostro hacia aquel lado, y como ella hiciera lo
mismo, prosiguiendo en esquivarse, llegó él a tener cuatro caras. La
verdad es que hay que considerar a cada órgano cual la expresión de una
manifestación volitiva universal, esto es, hecha de una vez para
siempre; de un anhelo fijado; de un acto volitivo, no del individuo,
sino de la especie. Toda figura animal es un apetito de la voluntad
evocado a la vida por las circunstancias, v. gr., siente anhelo de vivir
en los árboles, de colgarse de sus ramas, de alimentarse de sus hojas,
sin tener que luchar con los demás animales, ni pisar el suelo, y este
anhelo se manifiesta, de largo tiempo ya, en la figura (idea platónica)
del animal llamado perezoso. Apenas puede andar, porque no está provisto
más que de garras; privado de todo recurso en el suelo, manéjase muy
bien en los árboles, apareciendo en éstos cual una rama enmohecida, con
lo cual evita el que le vean sus perseguidores. Pero vamos a considerar
la cosa más prosaica y metódicamente.
La evidente adaptación de cada animal a su género
de vida, adaptación que se extiende hasta el individuo y a los medios
exteriores de su conservación, y la exuberante perfección artística de
su organización prestan el más rico argumento a consideraciones
teleológicas, a que de antiguo propende el espíritu humano,
consideraciones que llevadas a la Naturaleza inanimada han llegado a ser
el argumento de la prueba físico-teleológica. La sin excepción
finalidad, la patente intencionalidad en las partes del organismo animal
anuncian demasiado claramente que obran en ellas no ya fuerzas
naturales sin plan alguno y al acaso, sino una voluntad, cosa que cabe
reconocer en serio. Pero sucede que no cabía, dado el conocimiento
empírico, pensar en la acción de una voluntad de otro modo que no sea
dirigida por un conocer, puesto que hasta llegar a mí hase tenido, como
explicado queda, a la voluntad y a la inteligencia por en absoluto
inseparables, llegando hasta considerar a la voluntad cual una mera
operación de la inteligencia, supuesta base del espíritu todo. Debía,
por consiguiente, allí donde obrara una voluntad, ser guiada por una
inteligencia, y por lo tanto, aquí también. Ocurre, empero, que la
inteligencia, como medio que se dirige esencialmente hacia afuera, exige
que una voluntad que, mediante ella sea activa, no pueda obrar más que
hacia afuera, de un ser a otro. Y de aquí el que no se buscase a la
voluntad, cuyas inequívocas huellas se había hallado, donde realmente se
encontraba, sino que se la suponía hacia afuera, haciendo del animal un
producto de una voluntad a él extraña dirigida por inteligencia que
debía haber estado constituida por un concepto final muy claro y bien
pensado, e inteligencia precedente a la existencia del animal y puesta
fuera de éste con la voluntad toda cuyo producto es el animal. Y de aquí
el que el animal existiera antes en la representación que en la
efectividad, o sea en sí mismo. Tal es la base del proceso de
pensamientos sobre que descansa la prueba físico-teleológica. Pero esta
prueba no es un mero sofisma de escuela, como la ontológica; no lleva en
sí misma un infatigable y natural contradictor, como la cosmológica; la
tiene en la ley misma de la causalidad, a que debe su existencia; sino
que es esta prueba, en realidad, para los doctos lo que para el pueblo
la ceraunológica (2), teniendo una
apariencia tan poderosa y grande, que se han dejado caer en ella las
cabezas más eminentes y a la vez más libres de prejuicios, como, v. gr.,
Voltaire, que después de varias dudas de toda clase, vuelve siempre a
ella, sin ver posibilidad alguna de traspasarla y hasta asentando cual
matemática su evidencia. También Priestley la reputa incontrovertible.
Sólo la circunspección y agudeza de Hume se mantienen aquí firmes; este
legítimo predecesor de Kant, en sus Diálogos acerca de la religión
natural, tan dignos de leerse, hace observar cómo en el fondo no hay
semejanza alguna entre las obras de la Naturaleza y las de un arte que
obra a intento. Tanto más grande brilla aquí el mérito de Kant, lo mismo
en la crítica del juicio que en la de la razón pura cuanto que él es
quien ha cortado el nervus probandi a esta prueba, tenida en tanto
precio, así como a las otras dos. En mi obra capital, tomo I, se halla
un corto resumen de esta contradicción kantiana a la prueba
físico-teleológica. Por ella ha contraído Kant un gran mérito, pues nada
se opone más a una justa visión de la Naturaleza y de la esencia de las
cosas que semejante concepción de las mismas, cual si fuesen una obra
llevada a cabo después de prudente cálculo. Y si luego un duque de
Bridgewater ofrece grandes sumas como precio a fin de que se confirme y
perpetúe tal error fundamental, trabajemos nosotros, inquebrantables,
sin otro premio que la verdad, siguiendo las pisadas de Hume y de Kant.
También en esto se limitó Kant a lo negativo, que cumple su efecto todo
tan luego como se le complete con un recto positivo, cual solo
procurador de satisfacción entera, conforme a la expresión de Spinoza:
así como la luz se manifiesta a sí misma y manifiesta a las tinieblas,
así la verdad es norma de sí misma y de lo falso. Digamos, pues, ante
todo: el mundo no se ha hecho con ayuda de inteligencia, y, por lo
tanto, no desde fuera, sino desde dentro, v entonces nos veremos
obligados a mostrar el punctum saliens del huevo del mundo. El
pensamiento físico-teleológico de que tenga que ser un intelecto el que
ha ordenado y modelado la Naturaleza se acomoda fácilmente a todo
entendimiento tosco, y es, sin embargo, tan absurdo como acomodado a él.
El intelecto no nos es conocido más que por la naturaleza animal, y en
consecuencia, cual un principio enteramente secundario y subordinado en
el mundo, un producto del más posterior origen, no pudiendo, por lo
tanto haber sido jamás la condición de su existencia, ni haber precedido
un mundus intelligibilis al mundus sensibilis, puesto que aquél recibe
de éste su materia. No un intelecto, sino la naturaleza del intelecto es
lo que ha producido la Naturaleza. Mas he aquí que entra la voluntad
como la que todo lo llena y se da a conocer inmediatamente en cada cosa,
resultando aquél, el entendimiento, su manifestación, y ella como lo
originario en donde quiera. Cabe, por lo tanto, explicar los hechos
todos teleológicos partiendo de la voluntad del ser mismo en quien se
verifican.
Debilítase ya, por lo demás, la prueba
físico-teológica con la observación empírica de que las obras del
instinto animal, la tela de la araña, el panal de las abejas, la
vivienda de los térmites, etc., se nos presentan cual si fuesen hijas de
un concepto final, de una amplia previsión y deliberación racional,
cuando en realidad son obra de un ciego instinto, esto es, de una
voluntad no guiada por inteligencia, de donde se sigue que no es seguro
lo que de semejante disposición se deduce, basándolo en tal modo de ser
las cosas. En el cap. 27 del segundo tomo de mi obra capital, se hallará
una prolija consideración acerca del instinto. Ese capítulo, con el que
le precede acerca de la teleología, pueden utilizarse cual complemento
de todo lo tratado aquí.
Examinemos más de cerca la precitada adaptación de
la organización de cada animal a su manera de vivir y a los medios de
conservar su existencia. Ocurre aquí, desde luego, la pregunta de si es
la manera de vivir la que se regula según la organización o ésta según
aquélla. Parece, a primera vista, que sea lo primero lo exacto, puesto
que en el orden del tiempo precede la organización a la manera de vivir,
creyéndose que el animal ha adoptado el género de vida a que mejor se
acomoda su estructura, utilizando lo mejor posible los órganos con que
se halló; que el ave vuela porque tiene alas, el toro embiste porque
tiene cuernos, y no la inversa. Esta opinión es la de Lucrecio:
Nil ideo quoniam natum est in corpore, ut uti possemus; sed, quod natum est, id procreat usum
desarrollada en el canto IV, 825-843. Sólo que en
este supuesto queda sin explicación, cómo las partes totalmente
diferentes del organismo de un animal responden en conjunto a su género
de vida, que ningún órgano estorbe a otros, sino que más bien ayude cada
uno a los demás, y que tampoco quede ninguno inutilizable, ni sirva
mejor ningún órgano subordinado para otra manera de vivir, mientras
solamente los órganos capitales hubieran determinado aquella manera de
vida que sigue el animal. Sucede, antes bien, que cada parte del animal
responde tanto a cada una de las otras partes como a su género de vida,
v. gr., si las garras son siempre apeas para asir la presa, los dientes
sirven para desgarrar y deshacer, y el canal intestinal para digerir y
los miembros de locomoción a propósito para llevarlo allí donde se
encuentre la tal presa, sin que quede inutilizable órgano alguno. Así,
por ejemplo, el oso hormiguero tiene no sólo largas garras en las patas
delanteras para poder derribar las viviendas de los térmites, sino
también para poder introducirlo en dicha vivienda, un largo hocico de
forma cilíndrica con pequeña mandíbula y una lengua larga, filiforme
recubierta de una pegajosa mucosidad, lengua que mete profundamente en
los nidos de los térmites, retirándola con los insectos a ella; pegados,
y, por el contrario, no tiene dientes por que no los necesita. ¿Quién
no ve que la figura del oso hormiguero se refiere a los térmites como un
acto de voluntad a su motivo? Hay en el oso hormiguero una
contradicción tan sin ejemplo entre los poderosos brazos, provistos de
fuertes garras, largas y encorvadas, y la total falta de mandíbulas para
morder, que si sufriera alguna nueva revolución la tierra sería el
hormiguero fósil un verdadero enigma para las generaciones futuras que
no conociesen a los térmites. El cuello del ave es por lo regular, como
el de los cuadrúpedos, tan largo como sus piernas, para poder alcanzar
así en tierra su alimento; pero en las palmípedas es a menudo mucho más
largo porque van a buscar, nadando, su alimento bajo la superficie del
agua. He visto un colibrí cuyo pico era tan largo como el pájaro todo de
cabeza a cola. Este colibrí iría, sin duda alguna, a buscar su pitanza a
alguna profundidad, aunque sólo fuese la de un hondo cáliz de flor
(Cuvier, anat. comp., vol. IV, pág. 374), pues no se habría dado sin
necesidad el lujo de semejante pico, cargando con todo su peso. Las aves
de pantanos tienen patas desmesuradamente largas para poder vadear los
charcos sin sumergirse ni mojarse, y conforme a ellas cuello y pico muy
largos, este último fuerte o débil, según que tengan que triturar
reptiles, peces o gusanos, a lo que corresponden siempre las vísceras, y
por el contrario no tienen tales aves ni garras como las rapaces, ni
membranas interdigitales como los patos, pues la lex parsimoniœ naturœ
no consiente órgano alguno superfluo. Esta ley, juntamente con aquella
otra de que a ningún animal le falte un órgano que exija su género de
vida sino que todos, aun los más diversos, concuerden entre sí estando
como calculados para un género de vida especialmente determinado, en el
elemento en que viva su presa, para la persecución, victoria,
trituración y digestión de ella, tales leyes son las que prueban que es
el género de vida que el animal quería llevar para hallar su sustento el
que determinó su estructura, y no la inversa y que la cosa ha sucedido
como si hubiese precedido a la estructura un conocimiento del género de
vida y de sus condiciones externas, habiendo, en consecuencia, escogido
cada animal su instrumento antes de encarnarse; no de otro modo que
cuando un cazador, antes de salir, escoge, según el bosque que haya
elegido, su equipo todo, escopeta, carga, pólvora, burjaca, cuchillo y
vestido. No es que tire al jabalí porque lleva escopeta de fuerza, sino
que ha tomado ésta y no la de pájaros porque salía a jabalís; y el toro
no embiste porque tiene cuernos, sino que tiene cuernos porque quiere
embestir. Viene a completar la prueba el hecho de que en muchos
animales, mientras están todavía en el crecimiento, se manifiesta la
aspiración volitiva a que ha de servir un miembro, precediendo así su
uso a su existencia. Así es que cornean los corderos, los cabritos y los
terneros con la cabeza, tan sólo, antes de tener cuernos; el jabato
dirige golpes a derecha e izquierda en torno de sí cuando todavía le
faltan los colmillos que responden al efecto apetecido, no sirviéndose,
por el contrario, de los pequeños dientes que tiene ya en la mandíbula y
con los que podría morder. Así es que su modo de defensa no se dirige
según las armas que posee, sino a la inversa. Esto lo notó ya Galeno (De
usu partium anim. I, 1) y antes que él Lucrecio (V. 1.032-39), y de
aquí obtenemos la certeza completa de que no es que la voluntad, cual
algo adventicio, surgido tal vez de la inteligencia, aproveche los
instrumentos conque se encuentra ya desde luego usando de las partes por
encontrarse allí con ellas y no con otras, sino que lo primero y
originario es el esfuerzo por vivir de esa manera, por luchar de tal
modo y no de otro, esfuerzo que se manifiesta no sólo en el uso, sino
también en la existencia de las armas y tanto más cuanto que aquél
precede a menudo a ésta, indicándonos así que las armas se producen
porque existe el esfuerzo y no la inversa. Es lo que sucede con toda
parte en general. Ya Aristóteles expresó esto al decir de los insectos
armados de aguijón que (de part. animal. IV, 6), y en otro pasaje: El
resultado final es que todo animal se ha hecho su estructura conforme a
su voluntad.
Con tal evidencia se impone esta verdad al zoólogo y al anatómico
pensadores, que si no ha depurado éste su espíritu por una más profunda
filosofía, puede verse arrastrado a extraños errores. Tal ha sucedido en
realidad a un zoólogo de primera fila, el inolvidable Lamarck, que ha
logrado mérito inmortal por el descubrimiento de 1a tan profunda
división de los animales en vertebrados e invertebrados. En su
Philosophie zoologique, vol. I, C. 7, y en su Hist. nat. des animaux
sans vertébres, vol. I, introd. pág. 180-212, afirma con toda seriedad,
esforzándose por probarlo prolijamente, que la figura, las armas
peculiares y los órganos de toda clase que obran hacia afuera en cada
especie de animal no existían en el origen de la especie, sino que han
nacido a consecuencia de los esfuerzos voluntarios del animal,
provocados por la constitución de su ambiente, por sus propios esfuerzos
repetidos, y los hábitos que de ellos brotan, y que han nacido en el
curso del tiempo y gracias a la generación. Así -dice- han conseguido
membranas interdigitales las aves y los mamíferos nadadores, porque
extendían sus dedos para nadar; las aves de pantano se hallaron con
largas patas y cuello largo a consecuencia de vadear pantanos; las
bestias cornudas se encontraron por primera vez con cuernos porque, a
falta de buenas dentelladas, sólo podían pelear con la cabeza, y este
género de lucha les crió los cuernos. El caracol estaba en su principio,
como otros moluscos, sin cuernos; pero le nacieron tales por la
necesidad de tantear los objetos circunstantes. El género todo felino
recibió con el tiempo garras, de la necesidad de desgarrar la presa, y
de la necesidad de manejarse en la marcha y no verse estorbado por
ellas, la vaina en que las guarda y la movilidad de ellas. La jirafa,
atenida al ramaje de altos árboles en el Africa seca y sin hierba,
alargó sus patas delanteras y su cuello hasta lograr su extraña figura,
de veinte pies de alto por delante. Y así, sigue haciendo nacer conforme
al mismo principio una multitud de especies animales, sin echar de ver
la patente objeción de que habrían sucumbido las especies en tales
esfuerzos antes de que en el curso de innumerables generaciones hubiesen
producido los órganos necesarios a su conservación, desapareciendo por
falta de éstos. Tan ciego, pone una hipótesis preconcebida. Ha nacido
aquí ésta, sin embargo, de una exacta y profunda concepción de la
Naturaleza, es un error genial, que honra a su autor, a pesar del
absurdo todo que en él radica. Lo que hay de verdadero en tal hipótesis
es lo que, como naturalista, vio su autor, puesto que comprendió bien
que es la voluntad del animal lo originario y lo que ha determinado su
organización. Lo falso, por el contrario hay que cargarlo, como culpa, a
la cuenta de la atrasada condición de la metafísica en Francia, donde
todavía dominan Locke y su sucesor Condillac, más endeble que él, y
donde, por lo tanto, sigue tomándose al cuerpo como a cosa en sí, al
tiempo y al espacio como cualidades de la cosa en sí, sin que haya allí
penetrado aún la grande y fecunda doctrina de la idealidad del tiempo y
del espacio, ni nada de lo que en ella va implícito. Y de aquí el que no
pudiera concebir Lamarck la constitución de los seres de otro modo que
en el tiempo por sucesión. La profunda influencia de Kant ha desterrado
de Alemania errores de esa clase, así como la crasa y absurda atomística
de los franceses y las edificantes consideraciones fisico-teológicas de
los ingleses. ¡Tan beneficiosa y perseverante es la influencia de un
gran espíritu aun sobre una nación que pudo abandonarle para seguir a
fanfarrones y charlatanes! Mas nunca pudo ocurrírsele a Lamarck la idea
de que la voluntad del animal, como cosa en sí, esté fuera del tiempo,
pudiendo ser, en tal sentido, más originaria que el animal mismo. Pone
primero, por lo tanto, el animal sin órganos decisivos; pero también sin
decisivas tendencias, provisto meramente de percepción, que le enseña
las circunstancias en que tiene que vivir, surgiendo de tal conocimiento
sus tendencias, es decir, su voluntad y de ésta, por fin, sus órganos y
su corporización determinada, con ayuda de la generación y en inmenso
espacio de tiempo, por consiguiente. Si hubiera tenido ánimo para poder
llegar hasta el fin, habría tenido que suponer un animal primitivo, que
debería ser sin figura ni órganos, y el cual se habría transformado en
las miríadas de especies de animales de toda clase, desde la mosca hasta
el elefante, en virtud de circunstancias climatéricas y locales. Mas la
verdad es que tal animal primitivo es la voluntad de vivir, siendo como
tal algo metafísico y no físico. Cada especie ha determinado su forma y
organización por su voluntad propia y a la medida de las circunstancias
en que quería vivir, mas no cual algo físico en el tiempo, sino como
algo metafísico fuera del tiempo. La voluntad no ha brotado de la
inteligencia existiendo ésta, con el animal todo, antes que se hallara
la voluntad, como mero accidente, como algo secundario y aun terciario,
sino que es la voluntad lo primario, la esencia en sí, y el animal su
manifestación (mera representación en el intelecto consciente y en sus
formas el tiempo y el espacio) animal provisto de todos los órganos que
pide la voluntad para vivir en esas circunstancias especiales. A estos
órganos pertenece también el intelecto, la inteligencia misma, estando
acomodado, como los demás, al género de vida de cada animal; mientras
que Lamarck hace nacer de él la voluntad.
Examínese las innumerables figuras de los animales
para ver cómo no es, en todo caso, cada una de ellas nada más que la
imagen de su voluntad, la expresión sensible de sus tendencias
volitivas, que son las que forman su carácter. La diversidad de figuras
no es más que el trasunto de la diversidad de caracteres. Los animales
predatorios, enderezados a la lucha y el robo, se presentan con
terribles fauces y con garras y fuertes músculos; su mirada penetra en
lontananza, sobre todo cuando tienen que acechar su presa desde una
altura en que se ciernan, como les sucede al águila y al cóndor. Los
animales tímidos, que tienen voluntad de buscar su salvación no en la
lucha, sino en la fuga, están provistos, en vez de armas, de patas
ligeras y rápidas y de oído agudo. El más medroso de entre ellos, la
liebre, ha provocado el notable alargamiento de sus orejas. Al exterior
corresponde el interior; los carnívoros tienen intestinos cortos; los
herbívoros los tienen largos, para un más lento proceso de asimilación; a
fuerza muscular e irritabilidad grandes acompañan cual necesarias
condiciones, una fuerte respiración y una rápida circulación sanguínea,
representadas por órganos acomodados a ellas, no siendo posible una
contradicción. Manifiéstase cada especial esfuerzo de la voluntad en una
especial modificación de la figura, de donde resulta que determina a la
figura del perseguidor el lugar en que la presa habita; si ésta se
retira a elementos difícilmente accesibles, a escondidos rincones, en la
noche y las tinieblas, toma el perseguidor la forma que a tal medio
mejor cuadre, sin que haya ninguna tan grotesca que la voluntad no
revista para lograr su fin. Debe el pico cruzado (loxia curvirostra) la
enorme figura de su aparato masticador a que tiene que sacar las
semillas de que se nutre de entre las escamas de la piña. Para buscar
reptiles en los pantanos es para lo que tienen las zancudas su extraña
figura, su largo cuello, sus largas patas y su largo pico. Para
desenterrar térmites tiene el oso hormiguero los cuatro largos pies con
piernas cortas, fuertes y largas garras y fauces pequeñas y desdentadas;
pero provistas de una lengua viscosa y filiforme. Va el pelícano de
pesca con una monstruosa bolsa bajo el pico para poder guardar en ella
muchos peces. Para caer de noche sobre los durmientes, vuelan los búhos
provistos de pupilas desmesuradamente grandes, que les permiten ver en
la oscuridad, y con plumas enteramente blandas que, haciendo silencioso
su vuelo, no despierten a los que duermen. El siluro, el gimnoto y el
torpedo tienen un completo aparato eléctrico para atontar a la presa
antes de alcanzarla, así como para defenderse de sus perseguidores.
Donde alienta un viviente hay otro para devorarlo (3),
resultando cada uno de ellos como enderezado y dispuesto, hasta en lo
más especial, para la aniquilación del otro. Así, v. gr., entre los
insectos, los icneumones, atentos a la futura provisión para sus crías,
ponen sus huevos en el cuerpo de ciertas orugas y larvas semejantes, a
las que traspasan con su aguijón. Y se ha observado que los que se
atienen a larvas que se arrastran libremente, tienen aguijones
enteramente cortos, de 1/8 de pulgada, mientras el pimpla manifestator,
que se atiene a la chelestoma maxillosa, cuya larva se oculta en lo
hondo de la madera, donde no puede aquél alcanzarla, tiene un aguijón de
dos pulgadas, y casi tan largo lo tiene el ichneumon strobillœ, que
pone sus huevos en larvas que viven en las piñas del pino, para lo cual
atraviesan éstas hasta llegar a la larva, la pinchan y ponen en la
herida un huevo, a cuyo producto alimenta después la larva. Y no menos
claro se muestra en la armadura defensiva de los perseguidos la voluntad
de éstos de evitar a los enemigos. El erizo y el puerco-espín erizan
todo un bosque de púas. Armados de pies a cabeza, impenetrables a los
dientes, los picos y las garras, aparecen el armadillo, la tortuga y
otros, y en pequeño la clase toda de los crustáceos. Han buscado otros
su protección no en obstáculos físicos, sino en engañar al perseguidor;
así el calamar se ha provisto del material necesario para producir una
nube oscura, que esparce en su derredor en el momento del peligro; el
perezoso se parece, hasta confundirse con ella, a una rama enmohecida;
la pequeña rana verde a la hoja, e innumerables insectos al lugar de su
residencia habitual; el piojo del negro es negro; nuestra pulga lo es
también; pero ésta se ha abandonado a sus amplios e irregulares saltos,
para lo que se ha dado el lujo de un aparato de fortaleza sin ejemplo.
La anticipación que se actúa en todos estos medios podemos reducirla a
la que en los instintos se nos muestra. La araña joven y la hormiga león
no conocen todavía a la presa con que se encuentran por vez primera. Y
lo mismo sucede con la defensiva: el insecto bombex mata, según
Latreille, con su aguijón al parnope, aunque ni se lo come ni es por él
comido, sino porque más tarde pone el segundo sus huevos en el nido del
primero, impidiendo el desarrollo de los de éste, cosa que no la sabe
todavía. Con tales anticipaciones se confirma una vez más la idealidad
del tiempo, idealidad que surge en general siempre que de la voluntad
como de la cosa en sí, se trata. En lo aquí tratado, así como en otros
respectos, sírvense de mutua explicación los instintos del animal y las
funciones fisiológicas, porque en ambos casos obra la voluntad sin
conocimiento.
Notas
(1) Como no he podido
haber a mano El Criticón, de Gracián, en vez de copiar este pasaje de
su original como debería haber hecho, me he visto precisado a
retraducirlo, o sea traducirlo al castellano de traducción de
Shopenhauer ''. (N. del T.)
(2) Podría bajo esta
denominación añadir a las tres pruebas citadas por Kant una cuarta la
prueba a terrore que define la vieja frase de Petronio primus in orbe
Deus fecit timor. Como crítica de ella hay que considerar a la
incomparable Natural history of religion, de Hume. Entendida en el mismo
sentido; podría tener su verdad también la prueba intentada por el
teólogo Schleiermacher, basándose en el sentimiento de dependencia, si
bien no la verdad que se proponía darle el que la estableció.
(3) Comprendiendo
esto y examinando los muchos fósiles de marsupiales de Australia, en
parte muy grandes, iguales en tamaño al rinoceronte, llegó ya en 1842 R.
Owen a la conclusión de que debía haber existido también allí un gran
carnicero coetáneo; lo cual se ha confirmado más tarde hallándose en
1346 una parte del cráneo de un carnívoro del tamaño del león, al que se
ha llamado thilacotso, esto es, león de bolsa, por ser también
marsupial.
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